30 de abril de 2010

Olores


Un olor vale más que mil imágenes, lo que equivaldría aproximadamente a un millón de palabras. Tenemos el olfato atrofiado, vive subyugado por el poder de lo visual y lo auditivo, relegado a un último plano perceptivo detrás incluso de los modestos gusto y tacto. Los estímulos olorosos son los parias de nuestro interfaz humano. Necesitamos ver para creer, oír como intercambio básico comunicativo, tocar para sentir presencia física, chupar, lamer o masticar para sentir que aprehendemos parte de alguien o algo. Incorporamos sensaciones físicas contínuamente sin percatarnos de ellas en muchas ocasiones, tal es la sobredosis informativa que padecemos.

El olfato, partiendo desde la ignonimia sensorial, se nos presenta como el último reducto de percepción pura que podemos experimentar. Precisamente por el poco uso que hacemos de él, gracias a lo poco agudizado que lo tenemos, todo lo que nos entra por la nariz y estimula nuestra pituitaria tiene grandes posibilidades de permear nuestra consciencia. Parece como si nuestro cerebro tuviera una esquinita reservada para excitarse, almacenar y evocar todo esto.

Nos sorprendemos cuando paseamos por una calle alejada física y temporalmente de nuestra infancia y un súbito olor a jazmín nos recuerda aquel jardín que pisamos hace ya tantos veranos. Caen cuatro gotas encima del asfalto seco o de la tierra del parque y automáticamente nos sentimos reconfortados por el aroma que desprende el suelo. Percibimos al cruzarnos con un desconocido un jirón suelto de frescor que lo conecta con el perfume del suavizante que se utiliza en nuestra casa. La mayoría de estas asociaciones se producen de manera inconsciente, no tenemos más que una sensación de bienestar que nos cuesta localizar de modo concreto.

Otra de las ventajas del olfato es que resulta poco persistente. No importa que un olor sea muy bueno o muy malo, a los pocos minutos nos hemos acostumbrado a él y dejamos de percibirlo. Esto es especialmente útil en los momentos en que los olores dejan de ser signos bucólicos para convertirse en recordatorios de lo asqueroso de nuestro alrededor. Excreciones de todo tipo, podredumbres alimentarias, suciedad general... Todos ellos pasan por nuestro lado cada día, pero dejan poca huella en esa parcela cerebral de la que hablo. El olfato es sabio.

Lo que sí se marca con seguridad ahí son los olores que tenemos asociados con las personas que nos rodean. Algunos son más limpios, otros más sensuales. Otros agrios o cerrados. Pero suelen tener un matiz que los individualiza y hace que podamos distinguirlos fácilmente sobre cualquier otro. Así, existen grandes placeres sensoriales que llegan a conectar con lo íntimo (como cualquier placer, supongo). El olor a sexo que preconizaba Garp, metáfora de esa intimidad que se muestra al mundo a veces sin querer, provocando sonrisas cómplices o disputas. O de una manera más prosaica, esa esencia que se queda en una almohada a vivir durante unos cuantos días y que sentimos cómo agotamos cada vez que inhalamos. Sabemos que quizá no la tengamos nunca más y que se terminará, pero no podemos evitar tomar otro poco. Supongo que al final todos somos adictos a algo.


13 de abril de 2010

Teorías fragmentarias



Una mezcla perfectamente simétrica de orgullo y estupor se produce cuando te encuentras una idea que creías totalmente original propia (o que germinó al menos sin influencias conscientes) reproducida totalmente o en parte en algún medio admirado. Dada la multiplicidad de éstos en nuestro tiempo, no hay manera de rastrearlos todos. Y por esa misma alegría expositiva es muy inocente pensar que las eyaculaciones mentales son personales y únicas, que nadie ha tenido una revelación o conclusión similar nunca. Esa gran visión que crees tener posiblemente la haya alumbrado otro antes (o durante, o después) que tú. No importa tanto el momento como las circunstancias que lo acompañan.

Esto mismo he vivido yo al terminar de leer "Las teorías salvajes", primer libro de Pola Oloixarac. Al llegar al penúltimo capítulo me he dado de bruces con algo que siempre he sospechado: aquello que metabolizas internamente tú sólo, sin compartirlo con nadie, no está eximido de ser alcanzado por otra persona.

Hace unos 6 años, mientras estudiaba fotografía, se me ocurrió un proyecto que tenía mucho de visionario, aunque yo no lo percibiera tan en profundidad: quería hacer collages con partes de fotos tomadas en distintos momentos, y a ser posible por distintas personas, de lugares emblemáticos del mundo. Como madrileño de arraigada cepa que soy, la Puerta de Alcalá podía suponer un buen comienzo. El propósito era uno: mostrar la artificialidad y futilidad de la postal como paradigma de lo turístico, dado que ese momento captado es único y difícilmente transferible. De ahí surgían otras interpretaciones: la multiplicidad infinita e inabarcable de puntos de vista; la fragilidad de la foto-instantánea, diluida en una suma de ellos dentro del propio collage, lo que subraya la identidad multiforme, subjetiva e inaprehensible de las cosas. Y, como decía, sin saberlo estaba proponiendo un pequeño salto adelante, retratando lo fragmentario de nuestra realidad actual, compuesta de millones de puntos de información que a su vez conforman un collage absoluto e inasible.

Pues bien, como suponéis al final no moví un dedo. Y terminando ayer el libro de Pola me encuentro con que todo esto que hacía únicamente en mi cabeza forma parte de sus teorías salvajes. Por supuesto, mucho mejor armado y como colofón de una novela fascinante. Como decía al empezar, se mezcla un orgullo por ver que mi proyecto iba bien encaminado y era un hijo natural de nuestro zeitgeist, con la sorpresa de leerlo expuesto con gran lógica por alguien a quien no conozco, que vive a miles de kilómetros de mí y que ha conseguido incluirlo todo en un medio y contexto completamente distinto al que yo había imaginado. Vasos comunicantes de la cultura occidental, supongo.


1 de abril de 2010

La estrella eres tú



Hace ya más de diez años del primer Gran Hermano holandés y casi veinte de su predecesor en la MTV, "The Real World". Hace cinco que Youtube empezó a funcionar, cuatro desde que se popularizara. En los 90 además se popularizó el género talk show. Tanto unos como otros han supuesto una influencia brutal en nuestro consumo audiovisual, como ya se han encargado de señalar otros muchos a lo largo de este tiempo. Pero yo quiero poner el acento en el cambio de comportamiento del consumidor medio, que ha pasado de televidente pasivo a agente activo.

La percepción que se tuvo de la televisión durante sus primeros 50 años de historia era reverencial e inocente a partes iguales. Como apéndice casero del cine en su origen, los presentadores adquirían estatus de estrella. El público presente tenía un papel mudo, en los concursos siempre actuaba como invitado discreto. El conductor de cualquiera era el dueño de un garito sometido al escrutinio de millones de personas, donde incorporaba participantes anónimos que actuaban con timidez ante las cámaras. Es lógico, estaban trascendiendo la invisible barrera moral que les separaba de ese universo sacralizado. No sólo eso, sino que se estaban exponiendo a la mirada de otros semejantes: la vecina del quinto esperaba con las uñas afiladas la participación de un conocido. Ante ese panorama, "estoy nervioso" es probablemente la frase más repetida por un concursante televisivo a lo largo de la historia.

A lo largo de los 90, con la popularización de los talk shows de invitados anónimos, estos límites empiezan a difuminarse. El ciudadano medio se erige en protagonista por unos minutos. Todavía bajo la mirada y el guión que marca la casa, pero con cierto margen para maniobrar fuera de todo ello. Aun así, era difícil ver grandes salidas de tono. Todo esto comienza a cambiar de forma más notoria con la llegada de los reality. Comenzando con "Gran Hermano", el foco de atención cambia absolutamente. Ya no hay presentadores, no hay una cara famosa a la que agarrarse esperando un devenir conocido de los acontecimientos. El terreno se vuelve resbaladizo. El televidente otrora pasivo adquiere un nuevo rol para el que probablemente aún no estaba preparado. Así, durante las primeras ediciones de estos concursos vemos comportarse a los participantes como lo harían en su día a día, ajenos a las cámaras, ignorando la repercusión que su día a día tiene en la vecina del quinto. Ya no están nerviosos puesto que no son conscientes de vivir cara al público.

Todo cambia rápido, por supuesto. En cuanto los sucesivos concursantes son conscientes del calado mediático que adquiere la exhibición, la ignorancia desaparece y el ciudadano medio comienza a actuar delante de las cámaras. Los nervios han desaparecido para siempre, y también la inocencia fruto de la inconsciencia.

A este fenómeno puramente televisivo debemos sumar la popularización de la distribución audiovisual que trajo consigo Youtube, inaugurando oficialmente la llamada web 2.0. Con una cámara doméstica todos podemos convertirnos en estrellas. La red se inunda de vídeos espontáneos que van desde la plasmación del momento más banal ("mi colega pota", "encuentro con chatis", "clase de gimnasia"...) hasta auténticas orquestaciones de producción profesional. Ya no es necesario salir en el cine o la televisión para volverse popular. Usuarios anónimos como nosotros viven famas (más o menos efímeras) por piezas que se vuelven globalmente populares.

La televisión, al tanto de este cambio jerárquico, busca adaptarse. Y lo hace otorgando el protagonismo absoluto al que había sido pasivo televidente hace no tanto. Formatos como "Callejeros", "(Topónimo cualquiera) por el mundo", "Mi cámara y yo" triunfan en la actualidad porque están conducidos por personas anónimas. Los concursos ya no esperan concursantes discretos, sino que exhortan a los participantes a hacer el ganso, a robar el protagonismo a los presentadores. La gente de la calle ya no agacha la mirada cuando un reportero le pone un micrófono delante, muchas veces trata de hacerse con él. La edad de la inocencia audiovisual terminó, ahora las estrellas podemos ser todos. Aunque no estemos preparados.